Uno de los retos más importantes que plantea en los últimos años la mejora de la asistencia en los trastornos adictivos es el de incluir la perspectiva de género en el abordaje de los mismos. He participado en numerosos talleres y grupos de trabajo al respecto con otros profesionales de diversas ramas y niveles de la intervención en adicciones y creo que aún nos encontramos en una etapa de contemplación (como dirían Prochaska y Diclemente) más que en una de acción o, siquiera, de preparación para ésta. Se habla, se admite, se dedican tiempo y esfuerzo a ello pero los resultados son todavía escasos pues es una cuestión espinosa no sólo por su complejidad sino por la multitud de resistencias educativas, sociales y culturales que la misma activa. Hay además a mi juicio una serie de peligros añadidos entre los que destacaría la dicotomización de una realidad integrada como es el género y hasta la frivolización de la misma que conlleva la burda adaptación del slogan recurrente en perfumería que da título a este escrito.

 

Resulta extraño cuando se llevan años haciéndolo que haya que “integrar la perspectiva de género” en adicciones y resulta que ahora es norma y está en boca de todos. Cierto es que la dependencia de alcohol (y otras adicciones) adquiere características específicas cuando se cruza con el género pero más cierto es aún que, al igual que muchos otros cuadros psicopatológicos, un proceso adictivo resulta en principio asexuado o, si se quiere, agenérico en cuanto que sus manifestaciones sintomáticas no están condicionadas por el género de quien lo padece sino por la relación entre el sujeto adicto y el objeto de su adicción, especialmente en primera instancia. Sólo a posteriori se suman a esta relación todos los demás factores tanto intrapsíquicos como sociorelacionales hasta convertir el fenómeno adictivo en un complejo entramado de planos que resultan muy difíciles de diferenciar (somos, al fin y al cabo, entes biopsicosociales).  En esta línea, desde hace tiempo sabemos que el género adjetiva las adicciones por mor de los condicionantes socioculturales y educativos (ecológicos, como dirían algunos autores sistémicos) en que éstas emergen, permitiéndonos además establecer diferencias entre lo que le sucede al hombre y a la mujer adictos que resulten operativas en el abordaje psicoterapéutico y orienten sobre cómo y dónde intervenir.

 

La afirmación anterior puede resultar de perogrullo a poco que se piense en ella, pero sucede que en muchas ocasiones suele darse prioridad a otro tipo de cuestiones (incluidas las de género) sobre la dependencia que esclaviza a la persona que la sufre. En otros términos, he visto a mis compañeros médicos y psiquiatras utilizar los mismos fármacos para desintoxicar a hombres que a mujeres o para hacer frente a trastornos psicopatológicos asociados (depresiones, ansiedad, psicosis, etc.) y nunca les he oído comentar que existieran medicamentos “masculinos” o “femeninos” (recuérdese no obstante que el consumo de psicofármacos a nivel global del colectivo de mujeres duplica al de hombres). Tampoco he escuchado a adictos de ambos sexos referirse a las drogas o a otras dependencias no químicas en masculino o femenino. Es más, hasta resultaría cómico hablar de la heroína y “el héroe”, la coca (cocaína) y “el coco”, la máquina tragaperras y “el máquino tragaperros”, etc.

 

Aunque creo sinceramente que entender y abordar las cuestiones de género en las adicciones y entender y abordar las adicciones desde la perspectiva del género a la postre no deja de ser una artefacto epistemológico dado que, como ya señalaba el Dr. Sirvent en 1998,“(…) ningún modelo niega el papel del cuerpo en la creación de la identidad, ya que sería negar la realidad de la experiencia más inmediata de que disponemos: la somática (…) además también la interacción con los otros se construye en gran medida en el territorio de lo somático pues en él se experimenta la cercanía, la distancia, la caricia y el castigo y se crea así el armazón más primitivo de la identidad”, respetar e incluir de manera efectiva la perspectiva de género en el tratamiento de las adicciones requiere una visión integrada de los fenómenos a tratar y la honestidad profesional de reconocer y aceptar la presencia de “opiniones previas y tenaces, por lo general desfavorables, acerca de algo que se conoce mal” (en plural, definición de “prejuicio” según el Diccionario de la RAE) en nuestro proceder clínico, teniendo en cuenta lo tentador que resulta negarlas por la imagen peyorativa que éstas confieren a una labor como la terapéutica y aún a pesar de la necesidad de medidas de seguridad y de supervivencia emocional para hacer frente a patologías tan agresivas como las adicciones. Esta acción, no obstante, posee una importancia tal en el ejercicio de la psicoterapia que el simple hecho de conseguir que se eluciden los prejuicios que cada terapeuta pueda albergar hacia sus pacientes supone un incremento en la garantía de éxito tanto para el proceso terapéutico de los(as) mismos(as) como para el equilibrio personal del(la) propio(a) terapeuta.

Leandro Palacios Ajuria