De los cinco sentidos básicos quizá sea el gusto el más sorprendente de explorar en la acción psicoterapéutica.

Aunque cede protagonismo ante el resto de dominios sensoriales, se encuentra presente en la misma de tal forma que no sólo proporciona una útil metáfora para referenciar los diferentes “sabores” que caracterizan a distintos pacientes y a distintas sesiones; sino que se objetiva en el regusto corporalmente sentido que, al menos a mí, me dejan muchas consultas.

Tanto es así que algunas me saben dulces, desde el ligero dulzor que acompaña a la comodidad de un vínculo terapéutico bien cocinado; a la empalagosa dulzura de los encuentros en exceso formales que suelen disfrazar sabores más potentes y aversivos.

Hay otras consultas que me secan la boca y hacen de mi paladar una salina cuya cata no me agrada en absoluto. De otras, en cambio, se recuerda su sutil umami y su prolongado y aterciopelado buqué. Saboreo especialmente las que incluyen picante; pues su pungencia me estimula y activa aspectos de mí que me proporcionan un secreto disfrute; aunque reconozco que en ocasiones me llegan a generar ardores de conciencia.

Siento un rechazo primario por las de gusto amargo, esos encuentros acres que saben a arena y lastiman el sistema gástrico haciendo de la terapia una experiencia áspera e indigesta.

De tanto en tanto pregunto a mis pacientes por el sabor de su vida, de sus sentimientos y estados de ánimo y de las consultas y sesiones en que participan pues una psicoterapia bien llevada amplía la paleta gustativa de las personas que la protagonizan e incrementa el disfrute de lo que degustan.

Resulta que la satisfacción es sabrosa y nutritiva, la confianza reconforta y entona como un caldo cuando hace frío, el cariño sabe rico y alimenta más que una buena comida, la tranquilidad aquieta paladar y estómago, la sinceridad sazona e intensifica el sabor de cualquier conducta.

También hay momentos en que la terapia sabe mal, una recaída amarga como el ajenjo, un fracaso se indigesta y produce un ácido regusto, las pérdidas eliminan temporal o definitivamente el sabor de la vida, la suspicacia envenena las papilas gustativas, la mentira camufla sabores que en origen son rancios y nocivos.

En la formación de muchos terapeutas se insiste todavía en que hay que hacer “terapia insípida”. Que se deben seguir los recetarios de intervención al pie de la letra; respetando los ingredientes de la receta original so pena de incurrir en mala praxis.

Como sucede en otras disciplinas, también en su opuesto existen versiones “culinarias” que lastran los tratamientos con sabores pesados que se adueñan de todo, pero alimentan muy poco.

Incluso – y siguiendo con la alegoría – proliferan modalidades terapéuticas que prometen nuevos sabores y maneras de cocinar la realidad; tanto en su dimensión psicológica como alimenticia, algunas de ellas no obstante peligrosamente cercanas o decididamente incluidas en las denominadas “pseudoterapias” (esencias marinas, flores del alba, frutoterapia, oligoterapia, orinoterapia, plasma marino, quinton, etc.)

 

Autor: Leandro Palacios Ajuria, Psicólogo clínico

“Notas pie de página”

1 No me refiero al picante como alusión a lo erótico u obsceno sino como sinónimo de mordaz y pícaro.

Una metáfora poco atinada con la que quiero aludir a la “neutralidad del terapeuta”.