Paciente en tratamiento por alcoholismo
Cada vez que no voy a las reuniones de grupo, la mayoría de las veces por temas laborales, siento que me falta algo. La asistencia, las experiencias de cada uno, los debates y los grandes consejos son la savia semanal que me ayuda a mirar la vida con otros ojos. Darme cuenta de que compartimos no sólo problemas, también alegrías, y vivir cómo algunos de vosotros capean los temporales con esa valentía, me hace pensar en lo pequeños que son mis problemas. Estas lecciones de humildad me vienen muy bien para establecer prioridades y poner en la balanza mis “problemas”, que al pesarlos juntos con los de verdad, aligeran la carga, permitiendo que la pesadumbre que en algún momento pueda sentir se esfume en cuanto me acuerdo de su poco peso.
Tendemos a agrandar lo nuestro, relativizando, reduciendo aquello que es de otros. Mis problemas no sólo son míos, también son los más importantes. Pues dentro de que emocionalmente es así, esto es una verdad indiscutible, racionalmente uno sabe que al comparar con los de otros quedan relegados a la categoría de peso pluma (no sé si hay otra inferior). La emoción lucha para que no sea así, que la razón no aplique su lógica aplastante para que, durante un rato, el regodeo, el rumie, nos abra la puerta a un estado de desazón y agobio.
Reconozco que es difícil aplicar la razón, nuestro YO emocional, el ilógico, suele ofrecer una gran resistencia, venciendo en muchas ocasiones y produciendo ese estado de ¿placentero? rumie en el que algunos nos “deleitamos”. Admiro a mucha gente del grupo, son un inspirador ejemplo de la lucha entre lo emocional y lo racional. Sus decisiones y actitudes me suelen inspirar y hacen que me plantee, además de lo arriba expuesto, la conveniencia de ciertas actitudes y pensamientos. Gloria bendita.
En fin, compañeros, cuánto agradezco la pertenencia a este grupo y que pueda seguir disfrutándoos como personas y cuantas, cuantas experiencias vitales me llevo de vosotros.
Leandro Palacios (psicólogo clínico)
Aunque el primer uso del término inteligencia emocional se atribuye a Wayne Payne[1], la popularidad del mismo crece tras la publicación en 1995 del libro “Inteligencia emocional” de Daniel Goleman. Según la definición de Colman y Andrew[2], “Inteligencia emocional (IE) es un constructo que se refiere a la capacidad de los individuos para reconocer sus propias emociones y las de los demás, discernir entre diferentes sentimientos y etiquetarlos apropiadamente, utilizar información emocional para guiar el pensamiento y la conducta, y administrar o ajustar las emociones para adaptarse al ambiente o conseguir objetivos”.
En la reflexión que nos regala este paciente no hay, ni mucho menos, intención de aleccionar sobre cuestiones académicas pues únicamente intenta transmitir (con el vigor que le caracteriza) las muchas ganancias que le proporciona la psicoterapia de grupo a la hora de acompasar lo racional con lo emotivo. No obstante, queda atrapado sin querer en la falsa dicotomía que todavía perdura en nuestro imaginario cultural entre razón y emoción, como si una y otra fueran antagonistas impenitentes en liza por el puesto de una sola plaza que, al parecer, existe en la mente de los seres humanos cuando se trata de decidir qué ámbito del psiquismo controlará el global del mismo. A pesar de que, utilizado como adjetivo calificativo, “emocional” suele tener connotaciones más peyorativas que “racional”, cuando ambos dominios llegan a armonizarse impulsan a las personas hacia un crecimiento psicológico exponencial. La disputa interna por convertirnos en gestores de nuestra personalidad es compleja y extenuante pero no sólo resulta rentable sino que en ocasiones incluso proporciona experiencias gratificantes como las que describe nuestro paciente. Gloria bendita.
[1] “A study of emotion: developing emotional intelligence; self integration; relating to fear, pain and desire”. Dissertation Abstracts International. (1983/1986) (University microfilms). Tesis doctoral.
[2] “A Dictionary of Psychology” (2008). Oxford University Press.