Paciente en tratamiento por alcoholismo

“No tengo recuerdos muy agradables de mi temprana infancia; es como si no hubiese existido. Mis abuelos maternos eran los que cuidaban de nosotros. Eran muy sobreprotectores, sobre todo conmigo, porque yo era su nieto favorito. Si siempre había sido un niño tímido e introvertido, esto contribuyó a encerrarme más en mí mismo.

Recuerdo que, por no saber afrontar el sufrimiento en casa, una de las veces, al llegar al colegio, fingí que me dolía la tripa y me pasé el día en la enfermería del colegio, tumbado en una camilla; y al día siguiente hice lo mismo hasta que llamaron a casa y mi padre vino a buscarme. Creo que ahí empezó mi tendencia a huir de los problemas.

No me gustaba el colegio porque no sabía relacionarme bien con mis compañeros de clase. Pero recuerdo que la profesora a partir de ese día estuvo más cariñosa conmigo y yo agradecí mucho su empatía. Y me esforcé más y saqué mejores notas. Fui siempre muy hermético.

El cambio de colegio cuando yo tenía quince años tampoco ayudó. Yo había estado en el Liceo Francés, que en aquella época era un colegio con una mentalidad abierta, mixto y con alumnos de distintas nacionalidades y clases sociales. Durante un año acudí a un colegio religioso; donde había una forma de pensar mucho más cerrada, sólo de chicos y con una mentalidad, siento decirlo así, muy provinciana. No hice amigos allí porque encajaba mucho menos, si cabe.

El cambio se produjo principalmente por problemas económicos. Afortunadamente, al año siguiente fui a Estados Unidos durante todo el curso, a aprender inglés principalmente (un intercambio cultural que entonces era incipiente). También me costó hacer verdaderos amigos allí, pero a mi vuelta, sentí que había cogido más confianza, aunque también empezó mi coqueteo con las drogas… pero esto es otra historia.”

Leandro Palacios (psicólogo clínico)

Los seres vivos huyen del dolor mediante acciones evitativas que les alejen de las causas que lo originan. O bien mediante movimientos de repliegue dentro de sí mismos (las tortugas o los erizos, por ejemplo) que los defiendan del daño. Los humanos contamos, además, con la posibilidad de escapar psíquica y emocionalmente del malestar cuando la situación no nos permite una huida física.

Explicado de esta manera, tales conductas no sólo no resultan malsanas sino que, antes bien, nos proveen de más estrategias y recursos para salvaguardar nuestra salud física y mental que las que poseen otras especies. El problema aparece cuando la persona interpreta o gestiona erróneamente su dolencia; ya que no podemos escapar de ciertos sucesos que nos harán daño pero siempre podemos escoger cómo nos afectarán1.

En su libro “Lo malo de lo bueno o las soluciones de Hécate”, Paul Watzlawick argumenta que dos veces algo bueno no es el doble de bueno sino que en mucha ocasiones se convierte en algo malo.

Aparte de que interpretar correctamente una situación emocionalmente nociva es una tarea que le queda grande a un niño pequeño como era el paciente en su momento, la sobreprotección bienintencionada de sus abuelos resultó a la postre dañina al transmitirle tanto su propia incompetencia (“te protejo de más porque no sirves para hacerlo tú solo”), como la dicotomía entre fuera=peligro y dentro=seguridad.

En la misma línea, el paciente acaba venciendo a base de esfuerzo las enormes dificultades que describe para relacionarse y accede así a un estado de confianza que, lejos de proporcionarle cautela, parece envalentonarle en exceso y contribuir a que minusvalore los riesgos manifiestos que comporta iniciar un romance con la peor pareja imaginable, el consumo de drogas.

Aunque se ha definido a posteriori, creo que Watzlawick estaría de acuerdo en llamar a esta seguridad al cuadrado “efecto de superconfianza, sobre confianza o confianza excesiva”, sesgo realmente peligroso y aledaño al concepto de autoengaño.

1 Según Buda, “el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”

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