Es un día cualquiera. Estoy en el baño, cepillándome los dientes. De un momento a otro, me invade una sensación desagradable, como estéril. Me doy cuenta de que lo que veo reflejado en el espejo soy yo y se rompe la familiaridad con lo cotidiano. Soy consciente de que estoy moviendo mi mano, de que soy un cuerpo.

Me percato de que estoy existiendo y en algún momento dejaré de hacerlo; (por cierto, ¿es acaso posible concebir el paso de algo a nada cuando el propio paso ya constituye algo?). De que estoy pensando, en que estoy existiendo y en que algún momento dejaré de hacerlo.

Que la consciencia de uno mismo siempre se ve englobada por el siguiente paso y nunca alcanza su propia cola. De aquella novela (Sartre, 1938) en la que hacían referencia a esta sensación; pero no le había dado demasiadas vueltas hasta ahora. Del horror en la forma del cepillo de dientes, ya desvinculado de su función y recortado ahí, en el vacío. Todo es rarísimo y ahora estoy funcionando en modo manual incluso para lo que era tácito (moverme, respirar, mirar). Por suerte, a los pocos minutos vuelvo al estado normal de las cosas cuando recuerdo que tengo que madrugar para ir a clase mañana.

Esta es una experiencia que solía tener en mis días de universidad. Ahora lo contemplo como una anécdota divertida, pero en su día me causaba un terror considerable. En este texto me gustaría exponer qué es lo que me ha ayudado a lidiar y convivir con cuestiones como esta. Con la esperanza de que pueda tener algún tipo de utilidad para alguien que esté pasando por lo mismo. Vamos allá.

Cuando alguien se vuelve consciente de sí mismo, pasa a ser sujeto y objeto al mismo tiempo. Entrar en este estado de perplejidad implica que la propia corporeidad y perspectiva de uno se interpongan entre la persona y el mundo. Digamos que no puedes ver lo que tienes delante de tus narices porque no puedes dejar de ver tus narices.

Si esta experiencia hace metástasis, al dejar de ser uno objeto de sí mismo, el mundo se torna irracional y carente de sentido. Vemos al presentador de los deportes emitiendo unos sonidos que simbolizan sucesos, que está vestido de una determinada manera, que lo que estamos presenciando no es el propio presentador, sino un cubículo conectado a una antena que recibe señales de un satélite. Que sería perfectamente posible que la vida siguiera adelante sin esas arbitrariedades y que por tanto nuestra propia vida es arbitraria. Todo lo que hacemos es sustituible y no va a sobrevivir a la prueba del tiempo. El universo deja de tener cara y nuestras llamadas solo son respondidas con ecos. Y, por supuesto, valoramos esto como algo horroroso.

En este contexto de crisis existencial es donde pueden hacer acto de presencia la apatía y la indiferencia (si nada de lo que hago tiene sentido, ¿para qué hacerlo?).

Esto, que desgraciadamente puede verse como solución, no es más que el comienzo del problema. Nos obcecamos con que la vida deba tener sentido per se y nos olvidamos de darle uno a la nuestra propia. Víctimas de una parálisis racional, creemos que no haciendo nada estamos siendo neutrales cuando la realidad es que no elegir es una forma de elegir bien camuflada. No eligiendo, la persona deja de estar expuesta a experiencias reforzantes que hacen sentir que su propia vida tiene un sentido particular, lo cual empeora esta situación de crisis existencial. Cada vez más reflexión y menos actividad potencian esa experiencia de estar alienado y de perder la familiaridad con el entorno.

Parafraseando a un tutor de prácticas que tuve, nos encontraríamos en una situación parecida a la del ciempiés que se da cuenta de que está caminando y de repente ya no sabe qué pata mover primero, quedando así paralizado y a merced de sus depredadores. Uno quiere salir de esta situación razonando y reflexionando y buscando con más ahínco el sentido de las cosas y solo consigue empeorarlo. Entonces, ¿qué?

La respuesta es: no pienses en ello. (Rick y Morty, 1×06)

Da hasta rabia la idea de que algo tan sesudo y oscuro como el hecho de no encontrar sentido a la vida se pueda responder de una forma tan frívola. Y precisamente esa es la clave. Los momentos más plenos de una vida no suelen darse en un contexto de transcendencia suprema o de encontrar un principio que rija las cosas, sino en la plenitud mundana que alguien puede sentir al ser un apoyo para un familiar, al acudir a una manifestación porque quiere reivindicar sus derechos, o al cultivar una afición. Dice Camus (1942) que el absurdo no es tanto una conclusión como un punto de partida.

La vida en sí no tiene sentido, ¿y qué? Esa visión metamodernista es la que permite abandonar el escrutinio obsesivo por razonarlo y justificarlo todo.

Las grandes narrativas y las historias épicas han fallado, pero eso no implica que tengamos que pasarnos al otro bando y negar cualquier tipo de sentido; o que no podamos implicarnos en acciones valiosas, por mucho que no haya nadie fuera mirando y enseñándonos un pulgar en gesto de aprobación. Podemos construir directamente sobre el vacío.

Referencias
Camus, A. (1942). El mito de Sísifo. Madrid: Alianza.
Roiland, J., Harmon, D. (Productores). (2013). Rick and Morty. [Serie de television]. EEUU: Adult Swim.
Sartre, J. P. (1938). La náusea. Madrid: Alianza.

Autor: Víctor González Suárez

¿Necesitas ayuda?