El otro día, una usuaria me consultaba por el diagnóstico que creía tener. La tentación de ofrecer seguridad y mostrarme como alguien que sabe responder con soltura a estas preguntas es considerable. Si consigo salvar ese obstáculo (en este caso sucedió), mi respuesta suele ser un “no lo sé”. Pago el precio de parecer incompetente por responder lo que más se ajusta a lo que considero cierto. Por ahora, me compensa, pues no he recibido agresiones de ningún tipo por ello.

Para empezar a aproximarme a lo que quiero transmitir en el primer párrafo, tengo que echar mano de las Investigaciones Filosóficas de Ludwig Wittgenstein. A la hora de enseñar a alguien a utilizar una palabra, se lleva a cabo algo que el autor denomina explicación ostensiva.

Si, por ejemplo, quiero enseñarte la palabra rojo, señalaré hacia algo que sea rojo. Las primeras veces tendremos problemas, porque tal vez entiendas que me refiero a la forma, la textura, el brillo, etc. de la superficie que señalo. Tal vez incluso entiendas que rojo es la forma que toma mi mano cuando señalo; o en el peor de los casos, que no consiga hacerte llegar que señalar a algo es referirse a ello (esto mucho más problemático de lo que parece, ya que no tenemos manera de referirnos a la propia referencia, solo queda confiar en nuestra suerte). Supongamos que, a través de muchos ensayos, consigues abstraer el color rojo de una serie de estímulos que se diferencian en otras muchas características, de forma que resalta aquello que tienen en común.

Aprendido el concepto de rojo, parece que tenemos algo que existe en la vida real. El sentido común nos lleva de la mano a una experiencia cristalina de lo que es el color rojo. No obstante, el color rojo no puede (ni en la vida ni en nuestras representaciones) aparecer como puro. Siempre tiene que ser una propiedad presente en un objeto, y hacer que una tonalidad exacta de rojo sea el rojo es completamente arbitrario. Remitiéndonos a la experiencia de aprendizaje, recordaremos que lo único que tenemos es una amalgama de experiencias con puntos en común que hemos agrupado en una categoría abstracta. Y para crear categorías abstractas, necesitamos suprimir los detalles que separan dichas experiencias, asumiendo que esos detalles carecen de importancia. El relato de Borges, Funes el Memorioso, lo refleja de manera brillante con el concepto de perro:

 

No solo le costaba comprender que el término genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma: le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).

 

El color rojo es uno de los conceptos más sencillos que podemos aprender, al igual que los nombres de los animales. Hacen referencia a fenómenos que son externos a nuestra propia perspectiva y cuyos significados podemos compartir fácilmente al estar relacionados con estímulos que tienen propiedades físicas (realidades de primer orden, como diría Watzlawick). Podemos señalarlos (suponiendo que hemos superado el trauma del salto de fe que supone entender señalar) y compartir el significado con bastante precisión.

Cuando no hay manera de sacar los fenómenos a la palestra común de la sociedad, la cosa se complica mucho. Cuando un padre quiere ayudar a su hijo a reconocer que algo le duele, tiene que guiarse ciegamente por pistas externas (un rasponazo o el llanto, por ejemplo) y asumir que la experiencia que está teniendo el niño es similar a la que él mismo tiene cuando experimenta lo que le han enseñado a nombrar dolor. Dice el propio Wittgenstein:

 

Si se tiene que representar el dolor del otro según el modelo del propio, entonces esto no es un asunto tan sencillo: porque, por el dolor que siento, me debo representar un dolor que no siento.

Si yo me digo a mí mismo que solo sé por mi propio caso lo que significa la palabra “dolor”, – ¿no tengo que decir eso también de los demás? ¿Cómo puedo generalizar pues ese único caso de modo tan irresponsable?

 

Algo parecido sucede con lo que he aprendido a llamar amor. ¿Es un concepto puro y unificado o es una mezcla de todas las experiencias que he tenido que relaciono semánticamente con el primer ejemplo en el que me dijeron “eso, eso que sientes es amor” (disparando en cierto modo a bulto, por cierto, como con el dolor)? ¿Será más bien el amor una metáfora de todas estas experiencias en lugar de una cosa? Este desastre es el resultado de querer convertir en cosas cosas-que-no-son-cosas. Un desastre inevitable porque es imposible salirse del lenguaje (metáfora sigue siendo un sustantivo, al igual que cualquier palabra que quiera utilizar para referirme a eso (eso incluido)).

Como digo, vamos desde eventos distintos que guardan similitudes, abstrayéndolas y poniéndolas bajo el paraguas de un concepto. El problema está en asumir que las similitudes vienen siempre juntas dentro de un concepto cuando nos movemos en un viaje de vuelta desde esa abstracción hacia el fenómeno nuevamente. Por ejemplo, creando la metáfora depresión a través de ese proceso de abstracción y devolverlo a una persona que presenta una serie de síntomas. Al final ya lo sabemos todo sobre esa persona sin preguntar nada e incurrimos en falacias teleológicas por estar tratando con una abstracción (la persona es tenida por la depresión).

Construimos edificios altísimos (como la psicopatología), sobre la base de la categorización, que puede ser sumamente endeble. ¿Significa esto que los trastornos no existen? En absoluto. Significa que es la comunidad verbal quien otorga de forma consensuada una etiqueta a un fenómeno determinado, con unos límites artificiales pero necesarios. Si no lo hiciéramos con casi todo lo que nos encontramos, la supervivencia sería imposible: una cadena inconexa de percepciones sensoriales sin significado con la que no sabríamos hacer nada.

Mi desconfianza hacia el lenguaje no me impide admitir que necesito el lenguaje (para expresar que mi desconfianza hacia el lenguaje no me impide admitir que necesito el lenguaje, etc.). Mi actitud desdeñosa hacia las categorías diagnósticas no me impide reconocer que son útiles a la hora de comunicarse en un tiempo limitado. La parálisis aparece más bien cuando alguien pregunta “¿qué nombre tiene lo que me pasa?”, y yo simple y llanamente no lo sé. Y es una parálisis de la que tal vez uno no deba avergonzarse. Estamos obligados a mentir, pero no a camuflarlo como verdad.