Paciente en tratamiento por trastornos adictivos

Había un hombre en la esquina de la habitación y, tras su aparente y caballerosa apatía, me estudiaba, me vigilaba… ¿Qué querrá? Resulta curioso su aspecto, fuera de tiempo, con su traje mil rallas cruzado y su sombrero trilby de fieltro gris y ala ladeada, al más puro estilo Chicago años veinte. Pero si algo inquieta es su mirada: ojos gris acero, de ave de presa, fría y profunda.

Después de un tiempo indefinido, imposible de precisar por el terror que me atenazaba, contemplándonos el uno al otro, el hombre habló: ¿Vienes? No —respondí y, venciendo mi inmovilidad, salté de la cama para encender el interruptor de la luz—. Al encender, el hombre había desaparecido, no había nadie. La sobredosis de pastillas, después de una pesada noche de alcohol y cocaína, hizo que perdiera el equilibrio y me precipitara de cabeza contra el suelo.

Antes de perder la conciencia, la voz de aquel visitante de dormitorio me aseguró: Volveré y tendrás que venir, no puedes escapar. Ya veremos —le respondí cerrando los ojos desde la paz del puñado de hipnóticos que había ingerido con un vaso de agua de vodka anteriormente.

Han pasado quince años y hace un par de semanas, todas las noches, vacío de ropa el sillón que me sirve de perchero ocasional de la esquina, me desnudo, me meto en la cama y miro al rincón de mi habitación: Cabrón, ¿por qué no vienes y me llevas? Entonces abro el cajón de la mesilla de noche y hago un recuento mental de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes. Claro, falta la pócima secreta y el conjuro.

El miedo es una gran bisagra que articula dos planos en la vida, abriendo o cerrando puertas.  Voy a la cocina, agarro un vaso, abro el refrigerador, saco la botella y lo lleno de cristalina, incolora e inodora agua. Regreso al dormitorio y vuelvo a mirar a la esquina; nadie. Dejo el vaso en la mesilla, me meto en la cama y cierro el cajón de la mesilla de noche. Sigo mirando el vacío sillón y me digo: Ya veremos, cabrón, ya veremos… Apago la luz, cierro los ojos y espero al sueño del amanecer y ver como un rayo de sol alumbra mi nuevo día.

Buenas noches.

 

Leandro Palacios (psicólogo clínico)

Este relato estremece por sí mismo y porque no es el invento de un escritor de oficio. Es una historia real de una persona real, sazonada quizá con unas pocas licencias a la novela negra o, si se quiere, de terror.

Plasma la alucinosis tóxica en toda la crudeza que caracteriza a las experiencias que se dan por ciertas, aunque no lo sean. Advierte de que los demonios habitan en nuestro interior y de que las drogas muchas veces no los crean, sino que les franquean el paso a la consciencia.

La invitación del hombre de la esquina es tan sencilla como pavorosa. Ese “¿Vienes?” habla de rendición, de locura, de muerte. Visualizo al paciente murmurando su “ya veremos” con los dientes y los puños apretados, en un acto de pura terquedad que le permite resistir hasta que llegue el nuevo día. ¿No es así como aguantamos todos en ocasiones?

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