Un ejercicio que suelo proponer a nuestros pacientes en psicoterapia – especialmente en sesiones grupales – es el siguiente:
A la persona en cuestión la pido que se desplace en línea recta de un punto de la sala de terapia a otro y, una vez llegue al mismo, haga la ruta inversa. A la pregunta de “¿te ha resultado complicado llevar a cabo el trayecto?”, una amplia mayoría de pacientes afirman que no.
Pido a continuación que haga lo propio pero marcha atrás. Esta segunda versión plantea más problemas, que muchas personas resuelven mirando hacia delante de tanto en tanto.
No conforme con eso, vuelvo a pedir que repita el itinerario andando hacia delante, pero con los ojos cerrados. Las dificultades crecen exponencialmente y el sujeto duda, trastabilla, se desequilibra y tiene que hacer enormes esfuerzos por respetar la consigna de mantener cerrados sus ojos.
En ocasiones pongo algún obstáculo en el camino (un objeto, otro miembro del grupo o yo mismo llegado el caso) que con los ojos abiertos la persona sortearía sin problema; pero hacerlo con éstos cerrados se torna tarea ardua y hasta angustiosa.
El acmé de esta propuesta terapéutica llega cuando al paciente se le pide recorrer el trayecto marcha atrás y con los ojos cerrados. La sencilla proposición inicial se transforma entonces en un cometido casi imposible.
Otro ejercicio que planteo en psicoterapia para abordar el fenómeno del autoengaño (o, mejor dicho, para mostrar lo que es el realismo) es proponer a los pacientes que observen la sala en la que se está desarrollando la consulta o la sesión grupal y que traten de captar visualmente el máximo de elementos que ésta contiene.
Una vez transcurrido un tiempo prudencial, les pido que cierren los ojos y que intenten reproducir mentalmente la estancia en que nos encontramos, incluyendo en su imagen interna todos los componentes vistos previamente.
Muchas personas se sorprenden no sólo de no poder evocar en su “sala virtual” algunos de los elementos de la misma sino de que ello suceda incluso sabiendo que tales elementos si están presentes en la “sala visionada”. También resulta llamativo que en la imagen mental aparezcan detalles que en la visual no existen o que otros se encuentren desfigurados.
Sin entrar en consideraciones sobre los procesos de codificación, almacenamiento y recuperación asociados al funcionamiento de la memoria, queda bastante claro con esta más que sencilla tarea que, lo queramos o no, construimos un versión interna de la realidad percibida en que la información visual ocupa un lugar preeminente.
Pero no siempre y en todo coincide con la imagen mental correspondiente, y en las diferencias entre ambas prosperan muchos de los rasgos -favorables y desfavorables- del perfil psicológico de cada cual, pudiéndose así mismo intervenir en uno u otro nivel para que ambos se equilibren.
Una misma situación objetiva se vivencia de manera muy distinta si el sujeto “mira al frente” y se mueve en consonancia con lo que ve o si su mirada y su trayectoria (conducta, comportamiento) se despliegan en direcciones opuestas.
Cuando se cierran los ojos a la realidad, se activan los contenidos íntimos y, entre ellos, miedos y deseos adquieren preeminencia, condicionando la actuación de la persona.
En el primer ejercicio, al cerrar los ojos nos sólo emerge la inseguridad esperable del robo de información visual sino que, además, la persona afronta los requerimientos de las acciones propuestas con los sesgos propios de su manera de ser; sesgos que pueden explorarse y gestionarse con “los ojos abiertos y mirando a la cara del (de lo) otro” en terapia.
La visión, la mirada, la información que entra por los ojos posee una importancia tal en los organismos vivos que no creo necesario argumentar nada más al respecto.
En psicoterapia, mirar y ser mirado son procesos polisémicos que incluyen lo obvio (el impacto de la imagen corporal y del aspecto que se ofrecen recíprocamente pacientes y terapeutas), lo simbólico (la mirada del padre, de la madre, la mirada del hijo, la mirada del amigo, del enemigo), lo evaluativo (mirada calculadora, mirada despectiva, apreciativa, castigadora, benevolente, sensual, etc.).
También la comunicación emocional (mirada de amor, de odio, de placer, de dolor, de rabia, de tristeza…) el diagnóstico del estado de la persona (mirada cansada, mirada vivaz, mirada nublada, mirada limpia) e incluso de su perfil psicológico (la mirada perdida de la disociación, la mirada desenfocada de lo depresivo; la mirada fija de lo paranoide, la mirada inquieta de la ansiedad, la mirada ciega de lo obsesivo, la mirada sin mirada de lo psicótico).
Porque no estamos exentos de ello, el terapeuta no debería ser un voyeur profesionalizado ni un ciego funcional que mira sin ver al paciente. La mirada del paciente tampoco es neutra y daña tanto como acaricia. Al final, la terapia resulta un juego de luces y sombras en que paciente y terapeuta interpretan correlativamente los roles de invidente y de lazarillo pues, como dijo C. Rogers, “ser empático es ver el mundo a través de los ojos del otro y no ver nuestro mundo reflejado en sus ojos”.
Autor: Leandro Palacios Ajuria, Psicólogo clínico
“Notas pie de página”
1 Este es uno de los postulados centrales sobre el que se construyen muchos de los paradigmas psicoterapéuticos actuales y algunos de los clásicos.