Mentira y autoengaño como ingredientes esperables de la relación terapéutica

En nuestro acervo colectivo está bien implantada y asumida la conducta de acudir al médico cuando ello resulta necesario. A nadie le extraña. No obstante, hacer lo propio con un profesional de la psicoterapia es harina de otro costal.

Todavía muchas personas sienten dudas y reticencias a la hora de dirigirse a un “loquero”; no sólo por desconocimiento de lo que es la psicoterapia, sino porque se equipara la demanda de este tipo de servicios con reconocer que se padecen graves desórdenes mentales que el propio sujeto no es capaz de solventar.

Además, en multitud de trastornos psicológicos –y a consecuencia del autoengaño- quienes los sufren no creen necesitar ayuda. Y si la solicitan, es por efecto de presiones externas (familiares, laborales, legales, etc.).

El hecho de “desnudarse” psicológicamente en presencia de un extraño resulta francamente difícil (tanto o más que hacerlo físicamente en presencia de un profesional sanitario) pues, como apunta Rogers, “No es fácil para un cliente, ni para ningún ser humano, compartir los sentimientos más profundos, encubiertos y problemáticos con otra persona. Y para alguien que sufre un trastorno aún lo es más”. (Rogers, C. 1966).

Mostrarse tal cual se es, sacar a la luz aquellos complejos, inseguridades o debilidades que se ocultan o disimulan, poner en entredicho la propia fortaleza mental quedando a merced del terapeuta, se convierte así en un duro trance que causa miedo, cuando no terror.

Y es aquí donde la mentira prospera, convirtiéndose en un instrumento para proteger al paciente de sus temores y para facilitarle la satisfacción de sus deseos. Mientras que, a la par, dificulta el establecimiento de la alianza de trabajo al atentar contra sus pilares básicos: sinceridad, confianza, autenticidad.

El autoengaño aporta un plus de protección, ya que “Se nutre de la fantasía y de la compasión hacia uno mismo, nos ayuda a conservar la autoestima, facilita la conciencia, estimula la creatividad y favorece la adaptación y la supervivencia. También nos sirve de salvavidas a la hora de mantener el sentido de invulnerabilidad ante condiciones internas o externas adversas que nos amenazan o traumatizan: la ansiedad ante la muerte, el miedo al fracaso, la desilusión con uno mismo, la subyugación por un agresor o la humillación pública.” (Rojas Marcos, L.) Pero complica aún más la labor psicoterapeútica, pues “El problema principal que se encuentra un psicólogo suele ser el de mostrar claramente cuál es el verdadero problema, que por lo general está oculto a los ojos de quien lo padece.” (Porcel Medina, M. y González Fernández, R. 2005).

¿Psicoterapia “contra” mentira?

Toda experiencia humana se asienta en la percepción de estímulos sensoriales y somestésicos que se transforman hasta configurar lo que el Grupo de Palo Alto; Bateson, Bandler, Grinder y otros autores sistémicos llaman el “mapa de representación del mundo“.

De esta forma, cuando el paciente habla de lo vivido no reproduce exactamente sus experiencias reales sino que ofrece el relato de las mismas confeccionado tanto por su personalidad, biografía y momento vital como por sus intenciones y planteamientos respecto a la psicoterapia. La relación de ayuda corre entonces el peligro de convertirse en una lucha de poder respecto a la posesión de la “verdad” en la que el terapeuta, venza o no, saldrá perdiendo en beneficio de los trastornos de su paciente.

Para conjurar la amenaza de que la terapia se transforme en una competición, muchos modelos terapéuticos definen y defienden que la tarea del terapeuta no es imponer una versión determinada del problema sino cuestionar la consistencia de la versión inicialmente planteada por el paciente y ayudarle a explorar posibles significados alternativos de los elementos que la integran. Más aún, “(…) entendemos por proceso terapéutico un proceso relacional dedicado a modificar la estructura de los significados con la cual el paciente se construye a sí mismo y sus propias relaciones significativas” (Semerari, A. y Procacci, M. 1992).

No obstante, esta forma de entender la terapia implica que el terapeuta sepa adaptarse a las verdades y mentiras de sus pacientes respetando el delicado equilibrio entre la aceptación “provisional” de las mismas y la responsabilidad de ayudarle a construir un modelo de vida más eficaz y saludable.

Y, como es obvio, el terapeuta debe saber moverse en este campo sin que ello le afecte en demasía: bien por una postura ingenua respecto a la realidad del oficio de la terapia, bien por un manejo inadecuado del impacto emocional que, a buen seguro, le causarán las mentiras de sus pacientes.  En otras palabras, “La postura que adopte el terapeuta en el curso del proceso terapéutico no sólo influirá decisivamente en el mismo sino que nos definirá como personas y condicionará el desempeño de nuestras habilidades técnicas”. (Palacios, L., 2001)

Las mentiras del terapeuta

Platón considera que las únicas personas con derecho a mentir son los médicos ya que, si partimos de la idea de que éstos deben buscar el beneficio del paciente (“primum non nocere”), la mentira puede ser un instrumento de gran ayuda para muchos enfermos. Ejemplos de ello son:

  • Ocultar o no decir toda la verdad del diagnóstico porque beneficia al paciente.
  • Usar el “efecto placebo” en enfermedades psicosomáticas.
  • No informan a un enfermo en terapia intensiva de su gravedad a fin de que la angustia que puede generar tal información empeore su estado.

Más cercanos en el tiempo, otros autores se expresan en los términos siguientes: “En multitud de ocasiones, un psicólogo tiene que disimular, callar, decir verdades a medias, hacer comentarios sesgados que tienen que ver con el engaño, con la mentira o, cuando menos, con no mostrar la verdad desnuda. Unas veces por no herir la sensibilidad de su paciente y otras por mera educación.(…) Si uno lo piensa detenidamente, se da cuenta de que lo que realmente está en juego es la voluntad del paciente y que para controlarla, de alguna manera, hay que someterla a engaño.”(Porcel Medina, M. y González Fernández, R. 2005).

Los mismos autores añaden que “El autoengaño del cliente necesita del engaño terapéutico hasta un punto en donde el engañado sea consciente de que se está autoengañando, lo que neutralizará el problema psicológico derivándolo en un problema de la vida” (Porcel Medina, M. y González Fernández, R. 2005).

Según el Artículo 5º del Código Deontológico del Psicólogo, “La profesión de Psicólogo/a se rige por principios comunes a toda deontología profesional: respeto a la persona, protección de los derechos humanos, sentido de responsabilidad, honestidad, sinceridad para con los clientes, prudencia en la aplicación de instrumentos y técnicas, competencia profesional, solidez de la fundamentación objetiva y científica de sus intervenciones profesionales”.

Además, el Artículo 26º establece que “El/la Psicólogo/a debe dar por terminada su intervención y no prolongarla con ocultación o engaño tanto si se han alcanzado los objetivos propuestos, como si tras un tiempo razonable aparece que, con los medios o recursos a su disposición, es incapaz de alcanzarlos”

Bueno… ¿en qué quedamos?, ¿se puede/debe mentir a los pacientes o no?

Pues a mi juicio, las dos cosas a la vez. Y me explico: por un lado, los terapeutas asumimos una responsabilidad tan elevada sobre el bienestar de nuestros pacientes, que debemos proveernos de todos los mecanismos a nuestro alcance que nos encaminen hacia éste, mientras preservamos nuestra propia salud mental. Y ciertas modalidades de mentira1 cumplen tales objetivos.

Es más, ser brutalmente sincero en una situación de influencia tan elevada como la terapéutica cuando ello no suponga algún rédito para el proceso de recuperación del paciente, es un abuso del poder que se nos otorga e implica una mala praxis, “[…] dado que las intervenciones del terapeuta pueden generar una patología nueva sólo si el paciente las asume como verdaderas y válidas, entonces el riesgo yatrógeno  presupone  sentimientos  de  estima  y  de  confianza  hacia  el  terapeuta” (Semerari, A. y Procacci, M. 1992).

Lo dicho no significa, empero, caer en el “todo vale”. La ética del profesional de la psicoterapia exige límites férreos que le impidan causar más daño a sus pacientes del que se causan a sí mismos con sus problemas. Máxime cuando la mentira y el autoengaño formen parte de ellos.

En este sentido, la honestidad del terapeuta que nazca del respeto a sus pacientes es, quizá, la mejor arma para ayudarles. Tiene que presidir nuestra labor en forma de actitud genuina, no postiza: “He descubierto que cuanto más auténtico puedo ser en la relación, tanto más útil resultará esta última. Esto significa que debo tener presentes mis propios sentimientos, y no ofrecer una fachada externa, adoptando una actitud distinta de la que surge de un nivel más profundo o inconsciente. Ser auténtico implica también la voluntad de ser y expresar, a través de mis palabras y mi conducta, los diversos sentimientos y actitudes que existen en mí. Esta es la única manera de lograr que la relación sea auténtica, condición que reviste fundamental importancia. Sólo mostrándome tal cual soy, puedo lograr que la otra persona busque exitosamente su propia autenticidad.” (Rogers, C. 1972)

El profesional de la psicoterapia debe considerar la mentira y el autoengaño del paciente como elementos de una relación en la que también él mentirá. Sé que suena áspero, pero es cierto: paciente y terapeuta se relacionan aceptando las mentiras ajenas y poniendo las propias al servicio del juego de roles que se escenifican en terapia.

De hecho, si en todas las relaciones se miente, ¿debería ser distinto en la relación terapéutica?

Si algo caracteriza a la terapia psicológica es la importancia radical del fenómeno de la apariencia, hasta el punto de ser imposible desarrollarla sin aparentar, sin aparentársele el psicólogo al paciente y viceversa” (Porcel Medina, M. y González Fernández, R. 2005).

 

Autor:

Leandro Palacios Ajuria

1 Mucho habría que debatir al respecto pero me refiero sobre todo a aquellas “mentiras” basadas en exagerar lo bueno del paciente (en caso de que haya algo bueno que exagerar) y en dulcificar lo malo (que no negarlo) por un lado y a las “mentiras” que el terapeuta usa para salvaguardar su vida personal (siempre que no nazcan de una actitud defensiva), para expresar los sentimientos negativos que el paciente pueda provocarle y para compartir con él cualquier opinión, juicio o pronóstico que le pueda afectar sin que ello suponga beneficio terapéutico alguno.