El impacto que generan las recaídas en pacientes y profesionales es más emocional que estadístico.

Si nos remitimos a los fríos números, hay más personas que no recaen que personas que sí lo hacen1, por mucho que los porcentajes sean aún elevados e inasumibles.

Aunque muchos autores defienden lo contrario; las recaídas no son ineludibles y no enseñan nada que no se pueda aprender de manera más amable ya que suelen convertirse en experiencias amargas y dolorosas. Tanto es así que, cuando la persona que recae toma conciencia de sus recaídas, durante largo tiempo le asalta la sensación de haber hecho algo incomprensible que no puede explicar ni explicarse a la luz de la razón o del sentido común.

Esta especie de desconcierto (disonancia cognitiva) sobre lo sucedido, es el resultado traumático del conflicto que sufren los sujetos que recaen entre los esquemas de vida previos basados en la abstinencia y su comportamiento adictivo actual. Ítem más, cuando tal disonancia no es sobrevenida sino la consecuencia de las propias decisiones, genera negación (autoengaño) e incluso una amnesia – reforzada por el efecto de las drogas – con la que se trata de evitar la enorme carga de culpa que acompaña al proceso de recaer de manera voluntaria e intencional.

No obstante, con la recuperación de la abstinencia y la continuidad del trabajo terapéutico, la persona va tomando poco a poco consciencia de los disparadores previos a su decisión de consumir (o de jugar, etc.), sean de naturaleza emocional e interna o asociados a circunstancias externas favorecedoras.

Y la buena noticia, llegados a este punto, es que la totalidad de tales acontecimientos precipitantes es abordable y manejable si el sujeto pone empeño suficiente en dicho cometido.

Los peligros de la euforia

Aprender a ser honestos de verdad2 respecto al propio estado emocional es clave si se aspira a una favorable gestión del mismo y ambos elementos (honestidad y autogestión) resultan a su vez cruciales en la solución de una dependencia.

Al mismo tiempo que amplía la conciencia sobre sí, para el paciente adicto resulta tan importante aprender a sentirse mal sin sufrimiento como a sentirse bien sin euforia3; en una parte muy arraigada de la personalidad adictiva prosperan mecanismos de compensación emocional casi automáticos que son firmes y estables y que disparan la adicción si la persona se instala en estados anímicos tanto amargos (malestar, depresión, tristeza, rabia, etc.) como más apetecibles pero no menos peligrosos (euforia, complacencia excesiva, acomodamiento, conformismo, etc.), no los identifica y no los maneja.

Cuando se huye del malestar mediante un optimismo no realista, tal estrategia funciona sólo durante el tiempo en que el cúmulo de emociones negativas evitadas tarda en convertirse en una tensión interna reprimida que acaba explotando.

Lo mismo sucede cuando no hay huida sino búsqueda de un plus de intensidad sensorial.

Aunque la euforia posee atractivo en sí misma por la experiencia placentera que proporciona, desdibuja la realidad de la persona que la siente (minimiza sus limitaciones e infla sus posibilidades) y le genera una frustración cuando desaparece que es directamente proporcional a la intensidad con la que se experimenta.

Suelo llamar a la euforia “alegría pasiva” para indicar que, siendo un estado anímico enormemente seductor, ni en su génesis; mantenimiento ni extinción el sujeto suele jugar un papel protagonista (algo muy distinto a lo que sucede con la satisfacción); haciendo de la misma un “dulce castigo”4 con los muchos peligros que en adicciones acompañan al locus de control externo.

La euforia se lleva especialmente bien con las recaídas por cuanto supone de falseamiento de la realidad del adicto y de vivencia hedónica para el mismo. La alternativa no es condenar a nuestros pacientes al desagrado vital e incluso a la anhedonia sino ayudarles a construir un bienestar personal sensato y bien cimentado tanto en la confianza como en la responsabilidad de cada uno de ellos.

Con más de tres décadas de ejercicio clínico en mi haber, aún no me he cansado de repetir que “la mejor de las recaídas es la que no se tiene” y que no se debe asumirla como inevitable5 pues existen mejores fórmulas para llegar a las mismas conclusiones y cuyos resultados objetivos y subjetivos son indiscutiblemente superiores.   

Autor: Leandro Palacios Ajuria, Psicólogo clínico

Notas

Me refiero a quienes se encuentren en un tratamiento solvente y pongan de su parte para que éste funcione.

La redundancia en este caso no es gratuita.

Uno de los verbos más decisivos pero difíciles de conjugar en el psiquismo humano es el verbo “aceptar”.

Otra metáfora más: si tapas los ojos a alguien, le conduces a un lugar paradisíaco, le permites disfrutarlo durante un tiempo, le tapas los ojos de nuevo y le devuelves a su entorno, ¿le has hecho un regalo o una faena?. Me decanto por lo segundo.

Y peor aún como “una etapa o fase más de la recuperación”, sin que ello suponga negar lo productivas que resultan para pacientes refractarios a medidas de intervención menos nocivas.