Como consecuencia de la investigación formal y de la experiencia clínica en aquellas problemáticas que más lastran la salud de nuestra sociedad, las ciencias sanitarias y asistenciales han ido incorporando a marchas forzadas una perspectiva biopsicosocial para intervenir en cuadros tan reticentes a las actuaciones puntuales como son las conductas adictivas.

Debido a ello, en los recursos y entidades dedicadas a estos trastornos se han ido popularizando equipos multidisciplinares que aúnan, contextualizan y secuencian el esfuerzo de los diversos profesionales que los integran en pos del proceso global; obteniéndose así resultados terapéuticos que no se creían posibles desde una perspectiva restringida 1.

No obstante, bien por las características del propio recurso (modelo de referencia, orientación metodológica, etc.) o bien por la presión de la demanda asistencial que soportan algunas entidades (especialmente públicas) que intervienen en adicciones; en muchos centros de atención todavía se trabaja de una manera tan compartimentalizada que cada técnico se limita a “hacer lo suyo” sin conexión con el resto.

Y “lo suyo” suele consistir en alguna modalidad de intervención individual con pacientes adictos cuya transcendencia puede llegar a ser decisiva sobre el global del proceso terapéutico.

 

Desde una perspectiva integradora, la psicoterapia es “un proceso de comunicación interpersonal entre un profesional experto (terapeuta) y un sujeto necesitado de ayuda por problemas de salud mental (paciente) que tiene como objeto producir cambios para mejorar la salud mental del segundo” (Fernández, Hernández, Rodríguez, Cano y Hesse, 1997).

Puesto que la psicoterapia no se puede concebir al margen del establecimiento de una relación interpersonal entre paciente y terapeuta, entre ambos debe establecerse una alianza, un acuerdo para trabajar juntos hacia el cambio terapéutico.

No obstante, no vale cualquier tipo de relación, puesto que “la calidad emocional y relacional del vínculo entre ambos es una parte imprescindible del éxito del proceso psicoterapéutico y, de hecho, la investigación en psicoterapia (…) indica que resulta ser un aspecto determinante de la eficacia de la terapia” (Corbella y Botella, 2003).

 

Mientras que en todos los manuales de psicoterapia se otorga una especial atención a la relación terapéutica que ha de establecerse con el paciente, lo que no resulta tan frecuente es encontrar en dichos manuales un trato similar a ciertas cuestiones que remiten no tanto a la capacitación técnica del profesional – que se supone – sino a la postura, actitudes, creencias preestablecidas y distorsiones varias que, como confirma la experiencia, a la postre condicionan el ejercicio de la psicoterapia en mayor medida que los déficits formativos del terapeuta.

Por otra parte, y a pesar de que es imposible entender la génesis y el mantenimiento de cualquier tipo de relación humana sin incluir en tales procesos el intercambio afectivo entre quienes participan en los mismos y en contra de las evidencias clínicas acumuladas respecto al potencial curativo de una relación terapéutica bien establecida, en muchos ambientes académicos y profesionales se continúa negando la decisiva influencia que las emociones del terapeuta ejercen en el curso y en el resultado del proceso terapéutico.

 

Antes al contrario, se transmite de manera más o menos tácita el mensaje de que el cometido de los terapeutas es actuar como unos eficientes “mecánicos” de la psicoterapia, manejando con soltura las técnicas a su disposición pero sin involucrarse afectivamente ni con sus pacientes ni con su labor clínica.

“El terapeuta no debe incluir sus sentimientos en el tratamiento de las personas que ayuda. Su función es ser un instrumento lo más neutral posible”. Esta frase encierra, según mi opinión, no sólo una de las mayores falacias que acompañan al ejercicio de la psicoterapia, sino una de las más peligrosas a la hora de tratar adicciones. Lo afirmo porque, por un lado, cualquier terapeuta con suficiente experiencia sabe que “incluir los propios sentimientos” en el proceso terapéutico no es una opción de que disponga, ya que esto ocurre se quiera o no.

Lo que sí es posible es decidir el “cómo” se van a incluir las propias emociones y en función de qué objetivos. Además, por otro lado, el potencial curador de la terapia se debe en parte precisamente a que supone una interacción emocional con otra persona en teoría sana (el terapeuta) que sirve como modelo al paciente.

Resulta duro para cualquier profesional reconocer y aceptar la presencia de “opiniones previas y tenaces, por lo general desfavorables, acerca de algo que se conoce mal” en su proceder clínico dada la imagen peyorativa que éstas confieren a una labor como la terapéutica y aún a pesar de la necesidad de medidas de seguridad y de supervivencia emocional para hacer frente a patologías tan agresivas como las adicciones.

Esta acción, no obstante, posee una importancia tal en el ejercicio de la psicoterapia que el simple hecho de conseguir que se eluciden los prejuicios que cada profesional pueda albergar hacia sus pacientes supone un incremento en la garantía de éxito tanto para el proceso terapéutico de los mismos como para el equilibrio personal del propio terapeuta, dado que una revisión lo más profunda y exhaustiva posible de sus creencias, actitudes y emociones ante los pacientes que vaya a tratar le permitirá no quedar entrampados en ellas

1 Para nosotros, el “átomo terapéutico” no es el profesional sino el equipo multidisciplinar.

2 En plural, definición de prejuicio según el Diccionario de la RAE.

 

AUTOR: Leandro Palacios Ajuria, Psicólogo Clínico