Llego a la consulta, enciendo el ordenador, abro las ventanas del despacho y coloco los objetos que me rodean para obtener mediante el orden, esa paz mental que tanto ansío.
Abro mi correo y empieza el baile, no sólo por el tosco asalto de mensajes comerciales que se van directamente a la papelera sin abrir, sino por correos de algunos pacientes que urgen contestación.
Miro mi agenda y mi excitación (arousal) se dispara. Me invade un sentimiento agridulce cuando leo los nombres de aquellas personas que tengo ganas de ver y los de aquellas otras con las que necesito preparar nuestro encuentro. Se alza la verja del centro y llegan los pacientes a sus citas. Intento liberarme de mis tensiones personales y profesionales – que a veces son muchas – para atenderles con la mente tranquila, sin prejuicios, sin miedos ni deseos previos. No siempre lo consigo.
Me gusta recibir a mis pacientes (qué expresión tan posesiva) en la escalera de acceso a las salas de terapia, y acompañarles el corto trecho que media entre la misma y el despacho.
Me gusta tomar contacto físico (ver, oír, oler) con su lenguaje corporal, con la expresión de sus caras al verme, con el ánimo y cadencia con que suben las escaleras. Sé que suena cursi pero se me pone una sonrisa al verles que a algunos les extraña y les explico que no se debe a que yo sea persona de un especial buen humor sino a que me produce alegría su presencia, y más en los tiempos que corren.
Este sencillo ritual me permite activar nuestro vínculo antes de que nos sentemos y les haga la proverbial pregunta de “¿qué tal te encuentras?”con la que da comienzo la sesión. Después de cada cita desinfecto la estancia, consulto mi correo y presto toda la atención que me permita el tiempo restante hasta la siguiente a las tareas de diverso género que habitan en la “cara oculta” de nuestra profesión, y que son en ocasiones tan tediosas como primordiales.
Entre consultas intento rescatar un espacio para discutir con nuestros estudiantes (otra vez lo posesivo) de lo divino y de lo humano, de la teoría y de la praxis, de la vida y de la muerte (y no exagero). Como los límites temporales se alían con mi TOC para hacerme bullying, procuro no abrumarles con mi logorrea mientras les encaro, les cuestiono, les espoleo y les reto. A veces incluso les pido perdón por todo ello pero la tregua dura hasta el siguiente asalto.
Pasa la jornada y me obligo a no disociarme de mi realidad afectiva y familiar, tanto tiempo maltratada por la clínica.
Cuando cae el telón y abandono la consulta, me siento gastado pero tranquilo, aliviado pero no siempre satisfecho. Me enredo pensando en si éste ha sido un día más o un día menos para mi cómputo personal.
Cierro lentamente las vías aferentes y eferentes tanto cognitivas como emocionales implicadas en la interacción terapéutica y me sumerjo en la lista del supermercado, en el trato carnal con uno mismo que implica el ejercicio y en ese ámbito tan fascinante y necesario que es la liviandad en forma de serie, película o libro sin más pretensiones que la muy noble de desconectarme sin crisis deprivativa de una profesión que me fascina y me devora.
Hasta mañana.
Autor:
Leandro Palacios Ajuria