La capacidad de almacenamiento de nuestra mente no es infinita, y ni falta que hace. Aquellas personas que parecen estar bendecidas por lo que se denomina “memoria eidética” (también mal llamada fotográfica o memoria absoluta, más técnicamente denominada hipermnesia) en muchas ocasiones pueden encontrar en esta capacidad una fuente de sufrimiento si se aplica a la reconstrucción fidedigna de situaciones traumáticas, dolorosas o vergonzantes. En condiciones normales, todos nosotros lo pasamos mal cuando rumiamos (damos vueltas y vueltas en nuestra mente) escenas tanto temporalmente cercanas como lejanas que conlleven malestar, culpa, impotencia o indefensión. Necesitamos por ello alguna estrategia de borrado de los recuerdos asociados a tales escenas pues no sólo su presencia es nociva en sí misma sino que acaparan gran parte de la capacidad total de nuestro “disco duro”, impiden el anclaje de otros recuerdos más benevolentes y contaminan incluso aquella información y procesos mentales no directamente relacionados con los mismos. Además, necesitamos procedimientos que nos permitan extraer algo útil de lo vivido para procurarnos una mayor y mejor adaptación a nuestro presente y a nuestra realidad personal ya que, puestos a pasarlo mal, al menos que sirva para algo.

Como casi todo lo que es importante en la vida, las estrategias a las que me refiero se consiguen con esfuerzo, dedicación y continuidad. No obstante, el ser humano se siente poderosamente atraído por aquello que cubra sus necesidades de forma rápida, dejando en un lugar secundario la conveniencia o no de tales acciones. Y es aquí donde prospera la trampa del alcohol, pues aunque resulte meridiana su escasa eficacia para borrar recuerdos (los saca de la conciencia temporalmente y a veces ni eso) y sea evidente que no sirve como herramienta de aprendizaje adaptativo ya que comporta una cronificación del bebedor en procesos comportamentales y cognitivos iterativos, resulta que es rápido, barato tanto en términos económicos como de logística conductual y es placentero, al menos en los primeros tramos de su consumo.

Si bien la memoria nos convierte en sujetos diacrónicos y condensa la sucesión de experiencias, escenarios, personas, sucesos y versiones de nosotros mismos que participan en nuestra trayectoria vital en un todo coherente, también juega malas pasadas y necesita mecanismos de control, sobre todo para manejar contenidos emocionales displacenteros y desadaptativos. Beber para olvidar es un fiasco. Se bebe para escapar de manera rápida, a bajo coste y hedonísticamente compensatoria del malestar que sazona el recuerdo doloroso pero tal huida dura un corto lapso de tiempo y el dolor regresa potenciado por la culpa de beber. Como casi siempre, la mejor manera de resumirlo procede de uno de nuestros pacientes, que al reflexionar sobre estas cuestiones afirmaba…”me sentía tan mal por beber que bebía para no sentirme mal”.