Esta semana las sesiones han dado para reflexionar mucho, tanto a los pacientes como a nosotras.
El primer tema sobre el que quería escribir en la reflexión era sobre el miedo y, curiosamente, salió el mismo tema en la sesión grupal del miércoles. Pero yo me planteaba hablar del miedo que bloquea, que asusta, que te puede llevar a la evitación, a la recaída.
Siempre pienso que las personas que no hacen terapia aun sabiendo que la necesitan, no la hacen porque tienen miedo al dolor, porque piensan que se van a romper en pedazos y no van a poder reconstruirse, que no va a haber nadie para recogerles o porque “ya es demasiado tarde como para romperse y reconstruirse”.
La terapia de grupo es el lugar perfecto para saber que si te haces pedazos tienes quien te ayude a pegar los cristales rotos. Pero para que eso suceda tiene que haber un gran vínculo grupal. Si el grupo se convierte en un mero pasatiempo y no tienes un apoyo fuerte fuera de terapia, nadie soportaría el dolor que supone enfrentarse a tu mayor miedo, tú mismo, tu pasado, tu yo más débil.
¿Cómo animas a un paciente, que sabe que está ante un precipicio a tirarse por él? ¿Cómo le convences de que debajo del precipicio hay un río que le va a llevar a un lugar más bonito?
Me parece complicado porque si a algo se dedica el ser humano, es a evitar el dolor. Aunque los psicólogos pretendamos que precisamente, acepten el dolor.
En la sesión grupal en la que hemos hablado sobre los padres se me ha planteado la duda, como he comentado después, de cómo hacer como terapeuta para que la identificación con los pacientes ya no solo no te lleve a no saber ayudarles, sino que repercuta en nuestro autocuidado. Algo que ya había notando desde el comienzo de las prácticas es que tras cada sesión me siento abrumada, siento un batiburrillo de emociones que soy incapaz de exteriorizar, hablar, comentar… Es como si necesitara ir a darme un paseo después de cada sesión. ¡Cuánto autocuidado necesita este trabajo! Es curioso cómo las emociones aun no siendo tangibles, lo parecen. Te cargan, te pesan y te cansan.
Qué bonito es hacer terapia y ayudar a las personas a conocerse y qué difícil al mismo tiempo es ayudarles y ayudarte a ti mismo a cuidarte. Me da rabia cuando se habla tan a la ligera sobre los niños y adolescentes de hoy en día, que son débiles y solo necesitan palabras bonitas, que no se les puede decir nada malo, que siempre hay que estar reforzándoles, que les agobia cualquier cosa… He llegado a escuchar barbaridades como que bullying ha habido siempre y los chicos no se suicidaban…
Tenemos un arma muy potente, las emociones.
Con ellas somos al mismo tiempo fuertes y vulnerables y creo que el gran trabajo del psicólogo es hacerle entender a muchas personas que sentir es una virtud. Que corres un riesgo, sí; pero que ganas más que pierdes. Tantos, por no decir todos: problemas, trastornos, patología, como se quiera llamar, tienen su origen en la de desregulación, evitación, negación, desconexión emocional… que si la gente fuera consciente se evitaría mucho de lo que ocurre hoy en día.
Cada vez me gustan más los modelos transdiagnósticos en psicología, no por el tratamiento sino por la teoría. Hoy, por ejemplo, no podía dejar de pensar que estos pacientes fueron adictos porque era “la pandemia” de su época, pero que los mismo problemas hoy en día se manifiestan con la “pandemia de los TCA” o la “pandemia de las autolesiones” que viene pisando fuerte. Curioso como negamos y maltratamos la parte que más humanos nos hace.
Autora: Natalia Rubio Cabezas. Psicóloga. Alumna de Master en Psicología General y Sanitaria.
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