Déjenme que relate una de las muchas anécdotas para usar en terapia que me regala mi esposa.
Cuando algo no es de su agrado, suele decir que tal cosa (persona, animal, vegetal, mineral u objeto) es “fea….y huele mal”. Dejando aparte el juicio de valor que esta expresión encierra, y mucho más aparte los criterios que guían a mi esposa cuando arma tales afirmaciones (aún no los tengo del todo claros), no siempre consigo captar el aroma al que alude, y más aún cuando su manera de oler y la mía difieren ostensiblemente.
Se pueden imaginar las experiencias que me proporciona entrar con ella en una perfumería (es la alegría para el personal del establecimiento y uno de sus paraísos terrenales), comprar productos de limpieza (especialmente aquéllos cuyo precinto de seguridad no permite su apertura) o incluso comer en un restaurante exótico.
¿Huele la terapia? Pues claro. Huele la consulta, huele el aire de la estancia, huele el paciente, huele el terapeuta.
Cuando accedes al recinto en que se ha celebrado una sesión individual o grupal – incluso aunque hayas participado en las mismas -; el olfato consigue revelarte algo de lo sucedido en ellas pues se puede oler la tensión exhalada, se puede oler el sudor de los participantes (desde leve y nuevo hasta añejo y avinagrado); se pueden oler los perfumes y colonias utilizados, sobre todo por quienes gustan de abusar de estos cosméticos, se puede oler la edad aproximada de los participantes, se pueden oler hasta ciertos estado de ánimo, aunque reconozco que a mí aún me cuesta un tanto.
Y qué decir cuando la cita se tiene con personas que acuden por primera vez. Traen su problema de alcohol en el aliento o con esas otras que se han abandonado tanto que la higiene es un concepto abstracto para ellas.
Ahora que nos toca vivir lo que nos toca vivir, la ventilación de consultas, despachos y recintos terapéuticos; es una prioridad que beneficia a pacientes y terapeutas en el doble sentido de la prevención de la COVID19 y de evitar el castigo olfativo que se inflinge a los siguientes usuarios cuando no se airea un espacio en el que se libera tal cantidad de feromonas.
Hay que agradecer así mismo a las mascarillas esa doble función, al menos en lo que corresponde a las vías aéreas superiores.
Si nuestro propósito es aportar comodidad a los pacientes que atendemos, no está de más que tengamos en cuenta su olfato y que lo respetemos tanto en lo que concierne al cuidado personal como al cuidado de los espacios donde se hace terapia.
Lo mismo- y en justa reciprocidad – tenemos que pedir a quienes nos visitan ya que lo uno y lo otro son ingredientes básicos que pueden influir en el curso de una terapia mucho más de lo que creemos.
Puesto que me parece que en el lenguaje de a diario abundan más las expresiones malolientes usadas como juicios negativos o preventivos (“esto me huele mal”, “aquí huele a gato encerrado”, “me huele a chamusquina”, “huele a miedo”, “huele a podrido”, “huele a muerto”, etc.) que las que apuntan a todo lo contrario, quizá sea necesario que consulte a mi esposa (por demás, experta en psicología positiva) cómo conseguir que una cosa (persona, animal, vegetal, mineral u objeto) reúna las características necesarias para poder decir de la misma que es “guapa….y huele bien.”.
Y prometo redactar una nueva entrega para nuestro blog con lo que me diga.
Autor: Leandro Palacios Ajuria, Psicólogo clínico
«Notas pie de página»
1 Un hombre de cuarenta y tantos años que vino a consultar sobre su posible adicción al alcohol decía que el descuido de su higiene corporal era uno de los aspectos que le habían puesto en alerta sobre la misma, indicador frecuente que señala tales patologías. Lo curioso del caso es que decía algo como lo siguiente: “Me he abandonado tanto por mi problema con la bebida que llevo más de un mes sin ducharme, yo que siempre he cuidado mi higiene y que antes me duchaba todas las semanas (…)”.