Cuando mi muy querido Pablo Población Knappe – psiquiatra, fundador y director del Instituto de Técnicas de Grupo y Psicodrama de Madrid – nos habló en el curso del adiestramiento psicodramático, que tantos y tan duros momentos me proporcionó pero que tanto y tan cariñosamente recuerdo, del “eros terapéutico” (concepto creado por el psiquiatra psicoanalista peruano ya fallecido Carlos Alberto Seguín), no puede por más que activar el sistema de resistencias anclado en mi desamor juvenil con el psicoanálisis ortodoxo tras una formación que aborté precozmente. De manera injusta y prejuiciosa, entendí que se nos animaba o bien a alimentar las fantasías erótico-transferenciales que según muchos autores psicodinámicos se activan en la relación terapéutica o bien a dedicarnos a ser “misioneros de la terapia”, rol del que reniego y abomino. Qué atrevida es la ignorancia, y más si se adereza con el desprecio con el que se continúa negando en muchos ambientes académicos y profesionales la decisiva influencia que las emociones del terapeuta ejercen en el curso y en el resultado del proceso terapéutico. Antes al contrario, se transmite de manera más o menos tácita el mensaje de que el cometido de los terapeutas es actuar como unos eficientes “mecánicos” de la psicoterapia, manejando con soltura las técnicas a su disposición pero sin involucrarse afectivamente con sus pacientes.
A pesar de que es imposible entender la génesis y el mantenimiento de cualquier tipo de relación humana sin incluir en tales procesos el intercambio afectivo (la inter-acción) entre quienes participan en los mismos y en contra de las evidencias clínicas acumuladas respecto al potencial curativo de una relación terapéutica bien establecida, durante mucho tiempo quise creer y creí en que “el terapeuta no debe incluir sus sentimientos en el tratamiento de las personas que ayuda. Su función es ser un instrumento lo más neutral posible”. Actualmente opino que esta afirmación encierra no sólo una de las mayores falacias que acompañan al ejercicio de la psicoterapia sino una de las más peligrosas a la hora de tratar adicciones. Lo afirmo porque, por un lado, cualquier terapeuta con suficiente experiencia sabe que “incluir los propios sentimientos” en el proceso terapéutico no es una opción de que disponga, ya que esto ocurre se quiera o no. Lo que sí es posible es decidir el “cómo” se van a incluir las propias emociones y en función de qué objetivos. Además, por otro lado, el potencial curador de la terapia se debe en parte precisamente a que supone una interacción emocional con otra persona en teoría sana (el terapeuta) que sirve como modelo al paciente. Más aún, la psicoterapia adquiere sentido si “yo puedo ayudarte a cambiar mediante nuestra interacción” e incluso si “yo puedo ayudarte a cambiar si me cambio a mí mismo cuando interactúe contigo”.
Una de las definiciones del vocablo “amor” que nos proporciona el Diccionario de la lengua española es “sentimiento que mueve a desear que la realidad amada, otra persona, un grupo humano o alguna cosa, alcance lo que se juzga su bien, a procurar que ese deseo se cumpla y a gozar como bien propio el hecho de saberlo cumplido”. Si bien esta definición nos acerca a ese “eros terapéutico[1]” tan necesario en el tratamiento de las adicciones – máxime si el paciente es mujer y, encima, adicta (dependiente) -, para que hablar de amor en terapia no induzca confusión resulta necesario dejar claro que tal sentimiento debe sustentarse en un sólido adiestramiento técnico y en una madurez personal que permitan al terapeuta usar el impacto afectivo que le generan sus pacientes a favor del proceso terapéutico de los mismos. Dice Dalmiro Bustos (Bustos, 1985) que la función del terapeuta es ofrecer a sus pacientes “lo contrario de su complementario interno patológico”, que es como decir que el terapeuta debería conocer cuáles son los vínculos y formas relacionales de proceder implícitas en la “gestalt” de la adicción y evitar actuarlas. De hecho, muchos adictos – especialmente pero no exclusivamente mujeres – han vivido en sus relaciones más significativas situaciones de escisión y de antagonismo entre la autoridad y la cercanía, aprendiendo a adoptar ante las mismas contrarroles pasivo – agresivos y evitativos. Por ello, uno de los grandes retos de la psicoterapia en adicciones (y algo que caracteriza a los buenos terapeutas) consiste precisamente en aprender a moverse con fluidez en los patrones vinculares patológicos que acompañan a la adicción, convirtiendo la alianza terapéutica en una matriz relacional sana con que remodelar dichas patologías vinculares.
Y todo por amor a nuestros pacientes y, también, por el amor que nos debemos a nosotros mismos.
Carlos Alberto Seguín describe el “eros psicoterapéutico” como un amor “diferente al amor sexual, libre de autoridad o posesión, de identificación, de dogma, de imposición de valores, reglas o conocimientos y de atracción sexual”.
Leandro Palacios Ajuria