Una pista de que el tiempo secuencial tiene algo no del todo real, tal como uno lo experimenta, son las diversas paradojas del tiempo que supuestamente transcurre y de un llamado «presente» que está continuamente desplegándose hacia el futuro y creando más y más pasado tras de sí. Como si el presente fuera un coche -un coche majo, por cierto- y el pasado fuera la carretera por la que acabáramos de circular, y el futuro fuera la carretera iluminada por los focos a la que todavía no hemos llegado, y el tiempo fuera el movimiento hacia delante del coche, y el presente exacto fuera el parachoques del coche que se adentra en la niebla del futuro, de manera que en este momento hay un ahora y un poquito después un ahora completamente distinto, etcétera. Salvo que si el tiempo está transcurriendo, ¿cómo va de deprisa? ¿A qué velocidad cambia el presente? ¿Lo ve?

Es decir, si usamos el tiempo para medir el movimiento o el ritmo -y lo hacemos, es la única manera de hacerlo-, noventa y cinco kilómetros por hora, setenta pulsaciones por minuto, etcétera, ¿cómo se puede medir la velocidad a la que se mueve el tiempo? ¿Un segundo por segundo? No tiene sentido. Ni siquiera se puede decir que el tiempo fluya ni se mueva sin toparse otra vez con la paradoja. Así que piense por un segundo: ¿y si en realidad no existe ningún movimiento?

El concepto del tiempo de David Foster Wallace

En una de sus extensas digresiones ubicada a pie de página (que solían ser habituales en él), David Foster Wallace (2004) ofrece una crítica a la forma más común que existe de concebir el tiempo. El tiempo como secuencia, como movimiento. Como una especie de carrete donde se almacenan recuerdos en las casillas pasadas, donde actualmente estamos enfocando la foto que se unirá próximamente a las anteriores, y con las casillas del futuro vacías (o ya completadas, pero sin posibilidad de acceder a ellas). Al menos esta es la idea de tiempo con la que muchos hemos crecido.

Como la cita introductoria muestra al comenzar, esa visión del tiempo tiene su sentido. El pasado, claro está que ya se ha ido y es imposible traerlo de nuevo; mientras que el futuro siempre está por delante, inalcanzable como una zanahoria atada a un palo para un burro. El lenguaje nos hace creer que el pasado existe a través de historias, recuerdos, lamentos; y que el futuro existe a través de planes, fantasías, ilusiones, preocupaciones, etc. Pero ¿en qué tiempo ocurre todo esto realmente? La única forma que tenemos de dar vida a esos episodios es a través del presente. Toda nuestra actividad solo puede tener lugar aquí. Saltar hacia el futuro o hacia el pasado de forma literal es una tarea imposible, no hay escapatoria de la experiencia del presente.

Ahora también, la experiencia del presente no está exenta de problemas. Cada vez que lo intente atrapar, se me va a escurrir de las manos; no tendré la posibilidad de agarrar ese parachoques (literalmente lo estoy intentando en estos momentos: ¡ahora!, pienso cada vez que me preparo para cazarlo, ¡ahora!, pero todos los intentos fracasan). Esto choca con la idea de que el presente es todo lo que tenemos, por lo que sumamos otra paradoja: el presente no es ninguna cosa, y sin embargo es lo único que hay.

La manera en que vivimos el tiempo

Tratar de localizar el presente de una forma ontológica o cerebral es una tarea muy complicada, tal vez imposible. Y más todavía si, como yo, se carece de la suficiente formación para tratar el tema en serio. No obstante, considero que tiene mucha importancia la manera en que vivimos el tiempo, ya que es un factor que influye constantemente en nuestras acciones. Quienes opten por una visión determinista tenderán a ser más pasivos y no obstaculizar el desenlace fijo de los acontecimientos; quienes no se den cuenta de estar viviendo el presente, pasarán sus días atrapados en una tormenta de estímulos que jamás amaina y serán zarandeados de un lado a otro por la novedad del momento; quienes asuman que las acciones llevadas a cabo en el presente tienen repercusiones en el mundo, tal vez se sentirán en mayor control de sus vidas; quienes vivan el tiempo como estancamiento y obturación del presente (Pérez-Álvarez, 2021) sentirán que están en un desierto donde no se ve el horizonte, etc.
Por la cuenta que le trae al texto, que no deja de tener la intención de ser terapéutico, asumiré una postura de cierto libre albedrío. Se puede decir que las paradojas se resuelven cambiando de nivel, o se puede interpretar como un escaqueo cobarde, pero ¿podemos estar de acuerdo en que, de cuando en cuando, atisbamos una especie de reducto consciente en el que maniobramos? ¿De que hay un presente que no es tanto una cosa que podamos capturar, señalar o englobar, sino más bien algo que nos captura, señala y engloba a nosotros?

Cada cual tendrá su manera, pero un asidero al que recurro para acceder a ese reducto fenomenológico consiste en mirarme las manos y empezar a moverlas. En ese acto emerge una sensación de “¡anda, estás aquí, y estás moviendo las manos!” que agudiza la conciencia y permite a uno mirar a su alrededor dentro de esa tormenta de estímulos que viene tanto del ambiente como de uno mismo, ampliando ese pequeño reducto. Otras técnicas parecidas consisten en llevar la atención a la respiración, a las plantas de los pies, al dolor, etc.

Conciencia plena: prestar atención de manera intencional al momento presente

Esto consiste en una forma de mindfulness o conciencia plena, una antigua práctica que proviene del budismo zen. Jon Kabat-Zinn (1990) lo define así: Prestar atención de manera intencional al momento presente, sin juzgar.

Muy simple. Tal vez hasta demasiado, y eso es lo que la hace tan complicada al principio. Resulta muy difícil no ceder ante ciertos pensamientos, emociones o impulsos de acción y comprarlos de lleno, aunque nos reporten consecuencias no deseadas a largo plazo (uno puede imaginarse concentrado en la sensación de una picadura de insecto, observando sus impulsos para rascarse sin llegar a hacerlo en ningún momento). Nos ayuda a acceder a un estado previo al juicio de las experiencias, aprendiendo a sentirlas en su totalidad sin necesidad de escapar. Esta exposición a aquello de lo que somos conscientes nos permite ir desarmando aversiones construidas verbalmente y adoptar una actitud de curiosidad hacia nuestras vivencias más directas, sin etiquetarlas precipitadamente como algo a lo que acercarse o de lo que alejarse.

También nos ayuda, hilando esto con el tema anterior, a devolver la atención a un punto de anclaje que nos ayude a tomar decisiones desde un lugar seguro y no desde lo que exige el corto plazo: desde nuestro propio centro de gravedad. Hay ocasiones en las que por utilizar en exceso el presente para atender a lo que sucedió en su día (la culpa, la rumia, la incertidumbre sobre lo que pudo ser), o lo que podría suceder en el futuro (preocupaciones, miedos, fantasías), nos desentendemos de lo que sucede a nuestro alrededor. Ahí es donde el presente, nuestro reducto, se nos escurre entre los dedos. La sucesión de actos poco conscientes en el tiempo hace que lleguemos a un punto donde nos preguntamos “¿cómo he podido hacer esto? ¿cómo me ha llevado la vida hasta este punto?”.

Recuperar este sentido de agencia del comportamiento nos permite tomar decisiones basadas en pilares más sólidos dentro de nuestro proyecto de vida, sintiéndonos partícipes y autores de nuestra propia vida: una vida vivida más en primera persona que en cualquiera de las otras dos (vida como reacción dependiente de lo otro o vida como pasividad de espectador). Ojo, no caigamos en la trampa voluntarista-liberal de que todo depende de uno y que no hay factores fuera de nuestro control ni ambiente que nos moldee. Aquí viene de lujo parafrasear la famosa plagaría de la serenidad y recordar que necesitamos fuerza para cambiar lo que no aceptamos, serenidad para aceptar las cosas que no podemos cambiar, y sabiduría para diferenciar entre ambas. O, en palabras de Jean Paul Sartre: Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.

Cuando hablamos de este tipo de libertad individual, no todo son ventajas. La otra cara de la moneda nos dice que elegir es ser responsable en todo momento. Y esto puede suponer también una condena, como adelantó el propio Sartre con la mala fe (1943). Llevar el peso de la responsabilidad y de la posibilidad de errar en todo momento puede hacer que queramos fingir que estamos obligados a hacer ciertas elecciones, pagando el peaje de volver a alienarnos de nosotros mismos. Cada vez que elijamos, tendremos que renunciar a muchas otras cosas, y no hay otra forma posible de enfocarlo. Si vas a la playa, no vas a la montaña. El único momento en el que dejarán de ramificarse las posibilidades es la muerte (Heidegger, 1927). Por ello, mientras exista la posibilidad de moverse entre posibles, defenderé la postura de ser conscientes de los posibles que elegimos. Y entiendo que el mindfulness puede ser una vía excelente para ello, ensalzando el presente como único espacio posible de maniobra.

A pesar de los beneficios estudiados que reporta esta práctica, tal vez sí haya que tener en cuenta que se puede utilizar con fines lejanos al propósito original y poco eficaces. No es descabellado pensar en personas que utilizan (y recalco utilizan, a modo de herramienta de resolución de problemas) mindfulness como forma de relajación o reducción del malestar, o en empresas integrándolo entre sus empleados con la finalidad de aumentar la productividad y desviar la atención de la precariedad laboral. También, pisando el cepo de que más de algo bueno = mejor, podemos tratar de invocar esta conciencia refleja en situaciones en las que ser espectador de uno mismo es desadaptativo (como ver una película, mantener relaciones sexuales o huir de una amenaza). Son riesgos inherentes a la popularidad de esta práctica en un contexto que porta como estandartes el bienestar y rendimiento inmediatos.

En cualquier caso, cuando se practica adecuadamente, la conciencia plena puede, entre otras cosas, devolvernos las riendas de nuestra propia vida. Y la sensación general es que, cuando se vive de forma activa, la vida toma un tinte completamente distinto al que tiene cuando vivimos agazapados, huyendo del malestar, actuando de mala fe (más que vivir, somos vividos y posteriormente engullidos por la vida). Como un equipo de fútbol que ha decidido salir a por el gol tras pasarse medio partido encerrado en su área, dándose cuenta de que a lo máximo que aspiraban era al empate jugando así. Solo si hay presencia podremos haber dicho que hemos sobrevivido al tiempo aunque inevitablemente nos dé caza la vieja parca.

BIBLIOGRAFÍA
Foster Wallace, D. (2004). Extinción. Barcelona: Penguin Random House.
Heidegger, M. (1927). Ser y tiempo. Trotta.
Kabat-Zinn, J. (1990). Vivir con plenitud las crisis. Cómo utilizar la sabiduría del cuerpo y la mente para afrontar el estrés, el dolor y la enfermedad. Barcelona: Kairós.
Pérez-Álvarez, M. (2021). Giro transdiagnóstico y vuelta de la psicopatología: propuesta de una integración existencial-contextual. FOCAD, 44.
Sartre, J. P. (1943). El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.

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