Pues sí, con todo lo que he criticado, satirizado y vilipendiado a los autores de fortuna (léase, autores de “libros de autoayuda”) que en nuestro campo prosperan a base de producir psicología de quiosco, hete aquí que me veo intentando describir uno de los conceptos más divulgados pero peor tratados del psiquismo humano.
Como no deja de ser irónico y un tanto narcisista creer que conozco mejor este concepto que la legión de autores a las que aludo, me acojo a la buena fe de quienes lean los textos de esta serie de entregas si algo de los mismos les suena a artículo de Cosmopolitan, porque a buen seguro mucho de lo que diga no les sonará a nuevo.
Empezando por el propio vocablo, “autoestima” resulta a mi entender un término reduccionista si consideramos todos los ámbitos que intenta condensar y definir. Como bien se sabe, el lenguaje es tanto vehículo como obstáculo para la comunicación y el conocimiento y aunque no sabría decir qué otra palabra utilizar, o quizá inventar, el término ha prosperado y es el que engloba todos los elementos que intentaré describir en varias entregas, si bien pienso que alude fundamentalmente a los componentes afectivos de este concepto psicológico en tanto que implica la “estima” (cariño o afecto que se siente por alguien o algo. Consideración o valoración positiva que se hace de alguien o algo por sus cualidades, buenas acciones, etc.) propia.
A mi juicio, la “autoestima” es el resultado de cuatro componentes psíquicos que, como todo lo psicológicamente sano, deberían interactuar de manera dinámica, acompasándose los unos con los otros para producir esa sinergia que caracteriza a la persona con una salud mental favorable. Ni que decir tiene que los bloqueos o parálisis y también el exceso de dinamismo en los procesos de influencia entre estos componentes generan patología y mantienen muchos de los trastornos psicológicos que conocemos. Además de las definiciones, añado algunas indicaciones (no me atrevo a llamarlas pautas) para incidir en la mejora de los elementos a los que aludo.
EL AUTOCONCEPTO
Se refiere a lo que pensamos sobre nosotros mismos, a la imagen mental sobre nuestra persona. Evidentemente, dichos postulados sobre el “yo” no son únicamente productos del intelecto o ideas más o menos acertadas sobre uno mismo carentes de peso y de carga afectiva. Por ello, sería mejor llamarlas creencias – tal y como las definen los cognitivistas – para ubicar así en la confluencia entre afecto y pensamiento la diana terapéutica de las estrategias destinadas a la mejora de la propia identidad, más allá de una simple remodelación intelectiva de la imagen de uno mismo.
De hecho, cuando se elicita en terapia el autoconcepto del paciente no sólo se evalúa hasta dónde conoce sus características de personalidad (dimensión cuantitativa) sino cómo acepta, si es que lo hace, sus virtudes o fortalezas y sus defectos o puntos flacos y qué consecuencias emocionales se derivan de ello (dimensión afectiva). Por estos motivos, el mejor autoconcepto no sólo es aquél que contiene información suficiente sobre la topografía de la personalidad del sujeto (juicio de realidad) en cuestión sino el que incluye además la aceptación tanto de los aspectos favorables como desfavorables de la misma (juicio de valor), algo así como “no me gusta este aspecto o aspectos de mí pero los reconozco y valido como míos”.
La experiencia clínica y terapéutica con adictos en este sector de la autoestima puede ser tan fascinante como frustrante, ya que hay pacientes que son unos auténticos eruditos sobre sí mismos pero tal sabiduría carece de influencia directa en lo que conocen, bien por una impotencia real al respecto derivada de múltiples factores (los autores psicodinámicos aquí tienen mucho que aportar) o bien por la ausencia de la responsabilidad (puesto que supone discomfort) que implica hacer algo más que embelesarse o atormentarse en la autocontemplación.
Otro grupo de pacientes sorprende por la ceguera, en ocasiones total, que sufren respecto a su propia imagen (de nuevo, la psicología del self al rescate). Ante la pregunta “¿cómo eres?”, se bloquean y descubren que, más allá de la esperable dificultad para perfilarse en palabras concretas, el mapa mental de sí mismos está en blanco, está borroso, distorsionado o directamente no está.
Aunque es cierto que también te encuentras con pacientes que poseen una imagen clara y amplia de sí mismos, con una extensión en su práctica vital que fomenta la autoeficacia, mi experiencia apunta a que en adicciones abundan más las primeras categorías al ser este campo del yo unos de los más castigados por la causalidad circular propia de los trastornos adictivos.
Y dicho lo anterior, ¿cómo se trabaja?
Dado que existe abundante literatura científica al respecto procedente de todos los grandes paradigmas psicoterapéuticos actuales, recojo a continuación algunos consejos de la clínica diaria que, pecando quizá de simplicidad, resultan no obstante bien recibidos cuando se les ofrecen a pacientes en tratamiento:
Desarrollando la capacidad de reflexión y de análisis de lo interno (introspección) mediante tareas prescritas ad hoc, focalizadas en cuestiones concretas y preferiblemente guionizadas (autoanálisis escritos, autorregistros, reflexiones guiadas, etc.) y también mediante otras de carácter más generalista que incrementen dicha aptitud.
Pidiendo a nuestros pacientes que recaben opiniones sobre la imagen que transmiten a quienes les rodean. Como es obvio, hay que tener en cuenta que las personas cercanas a los mismos están condicionadas tanto por los sesgos característicos de su personalidad como por los inherentes a la relación y al vínculo afectivo que se mantengan con ellas que influyen – y puede que contaminen – en la información que proporcionan.
La táctica básica para minimizar el impacto de tales sesgos es aumentar la cantidad de opiniones que se reclaman para poder localizar así denominadores comunes a todas ellas. Esta tarea puede parecer sencilla de realizar pero, una vez más, la experiencia terapéutica revela que no lo es en absoluto, no sólo por los miedos y resistencias que activa en el paciente a la hora de implementarla sino por la extrañeza e incluso incomodidad con la que reciben tal demanda las personas del entorno relacional del sujeto.
Con todo, los beneficios resultan evidentes puesto que no sólo aumenta el caudal informativo de que dispone el paciente sobre sí mismo sino que incentiva de manera muy directa el desmontaje del feroz autoengaño que acompaña a las adicciones.
Cabe añadir que esta solicitud es extensible al profesional que atienda al sujeto en cuestión y al resto de pacientes que conformen su grupo de terapia, si es que se cuenta con esta posibilidad, puesto que es una de las competencias básicas de los mismos y porque en algunos casos resultan las únicas fuentes de información a las que acudir.
Fomentando el realismo del paciente mediante el adiestramiento en la observación de su comportamiento y en el análisis deductivo del mismo. No es lo mismo “creo que soy así” que “me veo actuar de esta manera y eso significa que tengo éstas u otras cualidades o defectos”.
Llegados a este punto, mucha de la metodología y de los procedimientos cognitivo-conductuales (incluido el análisis funcional) tanto aplicados rigurosamente como ajustados al perfil de cada paciente se revelan de gran utilidad en terapia.
Ni que decir tiene que las tácticas descritas resultan, además de elucidatorias, potentes intervenciones que cuestionan, reformulan y reconfiguran los elementos en interacción del campo psíquico que llamamos autoestima.
Sé que me dejo en el tintero una de las metodologías más útiles de que dispone el profesional que quiera ayudar a sus pacientes a identificar y mejorar su autoconcepto, y que es ni más ni menos la propuesta por la TREC (Terapia Racional Emotiva Conductual) pero, por motivos de extensión, no quiero acabar esta entrega con un acelerón narrativo que atente contra el respeto creciente que siento por Albert Ellis.
Leandro Palacios Ajuria