Recuerdo la primera vez que utilicé técnicas activas con adictos. Fue en el curso de una sesión de grupo en la que un politoxicómano (ésta era la áspera etiqueta que se usaba entonces) de 35 años que llevaba unos ocho meses de tratamiento señalaba la relación con su padre como punto focal de conflictos, no sólo porque lo era desde hacía muchos años sino porque el paciente pretendía darle a conocer una serie de planteamientos de futuro (laborales y de pareja) a los cuales el padre siempre se había opuesto, en parte debido a sus propios miedos y desconfianza. La persona y el grupo se enredan en una discusión teórica sobre tales circunstancias y todas las sugerencias de acción que se le ofrecen chocan con una barrera de racionalización que, ora adquiere la forma de un cuestionamiento casi automático de lo que se le dice, ora se concreta en expresiones (verbales y no verbales) de impotencia, incapacidad y resignación que conforman una profecía autocumplidora en toda regla.

Por aquel entonces yo había leído algo sobre roleplaying desde un enfoque conductual y estaba muy interesado en desarrollar un programa de entrenamiento específico en habilidades sociales. Se me ocurrió entonces proponerle la representación de aquella escena que, en su opinión, implicara la máxima dificultad a superar con su padre, siempre que ésta tuviera una alta probabilidad de producirse y contando con que el que iba a tomar la iniciativa era el propio paciente. Desconocía en ese momento la importancia de un mínimo de caldeamiento como paso previo a la aplicación de cualquier técnica activa y tampoco consideraba importante propiciar la expresión espontánea de protagonista y egos auxiliares ya que, antes bien, estaba convencido de que el roleplaying sería tanto más eficaz si reproducía matemáticamente la realidad del sujeto (sin tan siquiera considerarla como su perspectiva personal), para lo cual necesitaba que los actores “teatralizaran” bien el papel que yo mismo les adjudicaría.  Con todo y con eso, la propuesta fue un éxito pues le sustrajo – y también al grupo – de las dinámicas circulares en que estaba inserto, ofreciéndole un camino nuevo, más vívido y experiencial para buscar nuevos comportamientos, diferentes a los que, a pie quieto, antes le desesperaban.

 

El Psicodrama es, hoy por hoy, uno de los modelos menos conocidos en psicoterapia y, añadiría, peor conocidos. Quiero decir con ello que no sólo los profesionales de la salud mental poseen en su conjunto menos información sobre el psicodrama de la que tienen sobre otros paradigmas sino que además muchas veces de la de que disponen es parcial o distorsionada. Ejemplos de este último caso son la creencia de que no existe un corpus teórico sistematizado que aúne los postulados psicodramáticos y la confusión (aunque más llamaría reducción) entre el Psicodrama con mayúsculas y el aparataje técnico psicodramático. Parafraseando la conocida expresión de “doctores tiene la Iglesia…” diré que “estudiosos tiene Moreno…” que defiendan la consistencia de su aportación teórico – práctica (José Antonio Espina Barrio: “Integración del Psicodrama con  otras líneas teóricas”. Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 2001). Me voy a limitar por ello a describir a continuación ciertos aspectos del uso de técnicas psicodramáticas en el campo de las adicciones, deteniéndome especialmente en los beneficios terapéuticos que a mi juicio ofrecen en el abordaje de dichos trastornos y sin olvidar que el mesianismo terapéutico y las recetas universales están condenados a fracasar en este campo:

 

  • Fomentan la espontaneidad y la apertura frente a la rigidez y encapsulamiento de la personalidad dependiente, ya que, dejando aparte otros considerandos, la psicopatología adictiva mucho tiene que ver con la repetición de pautas de comportamiento esclerotizadas, de vínculos y de roles fijos. Así, una de las grandes paradojas que viven los adictos es la de rechazar todo cuanto les recuerde a una “vida gris, rutinaria, aburrida y monótona” cuando su adicción les impone precisamente eso, un estilo de conducta y de relación repetitivos, robotizados y tremendamente displacenteros.

 

  • Ayudan en la toma de decisiones y aumentan el repertorio de respuestas del adicto. Resulta proverbial encontrarse en la literatura profesional sobre adicciones referencias más o menos explícitas a los déficits que sufren los adictos en el campo de las habilidades sociales, de la asertividad y de la solución de problemas; en definitiva, carencias tanto de recursos personales como de capacidad para su aplicación práctica. Nuevamente esta circunstancia nos remite a otra paradoja propia de los fenómenos adictivos, pues algo comúnmente aceptado es atribuir al sujeto que sufre una adicción una capacidad de manipulación y una aptitud para conseguir cuanto desea fuera de lo normal y que superan con creces las de otros sujetos incluso bien dotados en este sentido. Cuando afirmo que las técnicas psicodramáticas aumentan el repertorio de respuestas del sujeto, me refiero no sólo a que proponen ensayos de conducta que enriquecen su abanico comportamental sino que, además, fomentan la eficacia tanto percibida como demostrada del adicto y cambian el sistema de atribuciones tanto internas como externas relacionadas con la consecución de resultados y, por ende, con una mejor adaptación del mismo a su realidad.

 

  • Ponen al adicto en contacto con su realidad al promover la toma de consciencia integrada de lo cognitivo, lo afectivo y lo comportamental. Por efecto de la mistificación, de la desvitalización, de la pérdida del autocontrol y del establecimiento de la dependencia – conceptos todos ellos definidos e incluidos en el modelo de las Áreas Básicas adictivas creado por el Dr. Sirvent (Sirvent,C. 1991) –, la personalidad del adicto se disgrega hasta el punto de que sus planos intrapsíquicos funcionan casi como compartimentos estancos sin conexión entre sí ni mucho menos coherencia. Las estrategias psicodramáticas obran a este respecto como una especie de “cemento psicológico” que ayuda a unir lo fragmentado, no sólo restañando las hendiduras que sufre el adicto en su personalidad sino consiguiendo incluso que éste cree una nueva matriz de identidad.

 

  • Proponen otros cauces comunicativos a quienes se bloquean en lo verbal, especialmente al compartir mediante la acción ciertas experiencias y emociones. La tensión que crea hablar en público es una de las experiencias displacenteras más comunes y generales que puede experimentar cualquier persona. Se dice además que los españoles somos tan vergonzosos que no sólo nos avergonzamos de lo propio sino también de lo ajeno (de ahí que la expresión “vergüenza ajena” resulte difícilmente comprensible para personas de culturas diferentes a la nuestra). Por si esto fuera poco, añadámosle la tensión que supone expresarse en un entorno (el terapéutico) que, a manera de caja de resonancia, amplificará las escenas temidas del paciente hasta su máxima expresión. Sumemos finalmente las alteraciones de la comunicación y de la relación interpersonal que acompañan a las adicciones y, de regalo, el perfil psicológico de muchos adictos para comprender los muchos obstáculos que han de superar los pacientes en tratamiento a la hora de expresarse, sobre todo en grupo. Los procedimientos, estrategias y técnicas psicodramáticas ofrecen en este sentido otras alternativas y otros medios para transmitir lo que no es posible decir con palabras (lo “inefable”) bien por que no se sepa y/o pueda, bien por que trascienda los límites del lenguaje verbal o bien por una mezcla de todo lo dicho.

Sería injusto que no hablara antes de finalizar este escrito de algunos de los peligros que acompañan al uso del arsenal psicodramático en adicciones, porque los hay y los he vivido en primera persona. Uno de ellos tiene que ver con su espectacularidad, pues aunque las técnicas activas sorprenden por sus cualidades estéticas y por el impacto que producen en los pacientes, hay que recordar al utilizarlas la extrema facilidad con la que muchos adictos son capaces de “interpretar” papeles sin meterse realmente en los mismos, dando lo que perciben que espera su interlocutor pero desde la distancia y la desidentificación. En esta misma línea, el afán lícito de cualquier terapeuta por demostrarse tanto a sí mismo como a sus pacientes las capacidades de que dispone, pudiera atraparle en la artificialidad de la sofisticación terapéutica sin sentido alguno salvo la satisfacción narcisista. Como dicen los actuales gurús gastronómicos, con adictos “espectacular no siempre significa eficaz” y “más no siempre es igual a mejor”. Para terminar, la exigencia de integrar rigor con flexibilidad y espontaneidad implícita en el proceder psicodrmático puede crear problemas tanto a los partidarios de procesos terapéuticos altamente estructurados y monitorizados como a aquellos otros más proclives a dejar que los pacientes sean quienes establezcan las metas de su proceso y asuman toda la responsabilidad del mismo.

De la escena que da inicio a este texto a la actualidad han pasado varias décadas y creo que tanto mi compresión de lo que es el Psicodrama  – y por extensión las técnicas activas – como mi habilidad para aplicarlas han crecido y se han consolidado. Gracias a mi adiestramiento psicodramático, del que añoro sobre todo la parte experiencial, he llegado a comprender y aprehender cuestiones básicas que antes desconocía tanto sobre mí mismo como sobre nuestra profesión. Me vienen a menudo a la memoria ese “eros terapéutico” del que tanto hablaba Pablo Población, el eco de la presencia de mis compañeros de formación y el recuerdo de las escenas vividas durante la misma (algunas de ellas muy duras), especialmente cuando participo semana tras semana en los grupos terapéuticos que están a mi cargo.  Si algo le debo al Psicodrama, además de los instrumentos que ha puesto en mis manos, es el haberme hecho pasar por la silla del paciente y, desde ella, poder regresar a la del terapeuta pero, ahora sí, pudiendo valerme de las voces de mis seres queridos, de mis compañeros y de mis pacientes, si es que puedo usar el posesivo con todos ellos.

Leandro Palacios Ajuria